viernes, 30 de junio de 2017

Ilka arroja una botella al mar.

(¿Para quién escriben los que escriben?)
 "Por eso canto a quien no escucha
  a quien no dejan escucharme, 
  a quien ya nunca me escuchó.
 Al que en su cotidiana lucha
me da razones para amarle
a aquél que nadie le cantó"
Silvio Rodríguez. Canción de Navidad.

Ilka, una mujer nacida en Guatemala que vive en Chicago, le dedica unas palabras a Cristina, a quien nunca vio, a quien dice que tal vez la vida no le dé la oportunidad de conocer.
Ilka escribe y lee sus propias palabras, las que guarda en un mensaje de audio que  quizás oigan miles, o cientos, o nadie. Pero no la detiene el océano de incertidumbre, no la desaniman los ríos de una indiferencia en la que no cree.
Ilka escribe una carta que yo escucho de su propia voz y me emociono. Me cautivan sus palabras sí, pero mucho más me emociona que ella quiera decirlas. Porque escribir es hablar dos veces: es el habla del alma que se mueve en renglones urgentes y que vuelve a ser verbo cuando se acomodan prolijas en la diacronía del papel.  Porque lo hablado señala el lugar de un alguien que ha querido decir, de quien se le ha antojado narrar, alguien que ha deseado. Emitir un mensaje es poner de manifiesto un deseo en palabras, no por el des-cifrado de lo que ellas digan sino porque hay alguien que las dice. Detrás de unas líneas, cantadas, leídas, hay una persona que tiene la osadía de creer. El que escribe cree, mucho más que en lo que dice en el acto de decir donde crea a aquél que eventualmente lee. Y el que arroja un mensaje al mar muestra con su acto mucho más que el valor que le da a aquella persona concreta a quien se dirige. Arrojar un decir escrito es inaugurar el lugar de otro en quien su deseo está orientado, pero es mucho más que para ese otro el mensaje, es para sí mismo. El escritor de las palabras perdidas en la marea de las distancias, de la indiferencia, de las coyunturas errantes, de las dedicatorias acaso póstumas, es un escritor ético porque lo que busca es su propio lugar allí donde abrir espacio a la cifra de su deseo.  Su lugar como humano, su dignidad.
Ilka, dice, no acepta trato preferencial, que sus palabras llegarán cuando deban llegar, pero que sabe que llegarán a destino. ¿Cuál es el destino de las palabras de Ilka? Ilka lo sabe, aunque no lo explique. Yo lo sé, aunque ella nunca sepa que me lo enseñó. La autora conoce el destino de esas palabras, porque es una poeta, porque ama cantando para otros. Ilka sabe que oirá el que quiera oír, como dijo Litto.  Ella sabe que no importa incluso el mensaje, que no importa lo que se diga mientras tengamos presente que lo dicho señala el deseo de haber hablado. Ella no permite que su acto de decir quede olvidado tras la comprensión de lo que ha enunciado[1]. Esa es la dimensión de su ética, lo que me conmueve. Ella eligió a Cristina para hablar de su amor a la Patria lejana, a la Sudamérica que sueña, a su pueblo. Ella eligió a Cristina para nombrar el amor, de eso habla y nos habla a aquellos que tuvimos la suerte de leerla o escucharla.
Ilka sabe el valor que tienen las palabras, no el valor de la academia, ni siquiera el tesoro de la poesía, se trata de otra cosa. La palabra hace existir a las cosas del mundo, Ilka lo sabe. Ella le agradece a su destinataria, al otro lado del mar donde navega su botella, que la conmovió verla nombrar a alguien “de igual a igual” y que así, nombrado por aquella a quien Ilka le habla, lo que hizo fue nombrarlo “como ser humano.”
El mundo, eso que llamamos mundo sin saber mucho de qué estamos hablando, él está lleno de extravíos y pérdidas. Y digo que no sabemos a qué llamamos mundo no porque ignoremos, sino porque a veces preferimos no delimitar tan precisamente su campo. Dejamos abierta su extensión a esa cantidad de cosas que no entendemos, pero de las que sin embargo, con mayor o menor justicia, debemos hacernos cargo. En ese conjunto extraño que llamamos mundo ponemos un mar de cosas de diferente procedencia: el destino que nos prescribe un derrotero por haber nacido en determinado lugar y en determinado tiempo; el transitarlo con determinadas características y dones junto con faltantes y elementos cortocircuitantes; el azar que nos desafía a encuentros inmensamente maravillosos y desencuentros devastadores; la injusticia de vivir signados por las decisiones que toman los injustos; el desamparo que significa experimentar la ausencia del que se amó y que se ha ido; la soledad de no saber a dónde va nuestra existencia y la crueldad sin culpables de atravesar la experiencia del sin-sentido. En ese mar extraño que es el mundo, allí, quién sabe, si se perderán las palabras que Ilka pone a navegar en una botella, pero ella, su dignidad, no se confunde ni se extravía.
Las palabras, como el amor, se inventaron para dar sentido. Frente a todas las experiencias del mundo sin sentido nos urge humanamente encontrar alguno. Para eso nos invaden y asisten las palabras, no importa si son imágenes o si son caricias, no importa dónde se escriban, cuando significan participan del valor de la palabra. Una persona que calla es quien dejó de creer en el sentido que puede tener hablar, dejó de creer en el otro, tan importante en la vida humana. Una persona que habla cree profundamente en el Otro y sólo por ese camino puede encontrarse con el amor. Ni correspondido ni denegado, el propio. No hablo de autoestima hablo del poder amar. Ser sujeto de amor, de deseo.
El que habla, al hacerlo, participa de la experiencia profundamente dignificante de hacer uso de aquello que porta: su mensaje, sus palabras, su posibilidad de hablar. Al hablar está armando un espacio para aquél que eventualmente puede oír, pero lo armado tiene menos que ver con el que oye que con aquél que se afana por decir. Eso lo sabe el poeta, en cantor, el escritor de cartas de amor que no llegan a destino, o con destino incierto. Lo sabía Cyrano, expuesto su amor entre las palabras que escondían su nombre. Lo sabe Ilka, que tira una botella al mar y que sabe de la importancia de “ser nombrado”. Pero hay quien aún no lo sabe, porque desconoce ese don o ese castigo que se llama ser-hablante. Aquellos para quien la vida se ha vuelto una experiencia de hablante-ser callado. No conoce la historia que lo habita porque ha dejado de creer en el otro. No enuncia las palabras que lo colman y renuncia sin saber a la experiencia del sentido. Sus palabras quedarán como infierno en el alma y su potencia se agigantará como todo lo que crece en el encierro, causando una explosión. Es por eso que tiene inmenso valor poner en palabras un mensaje, ese enunciado que nos habita, no por la relevancia de lo que diga, la cosa no es del orden de la información. Si la persona no lo formula, jamás podrá tener la oportunidad de buscarse allí entre sus dichos y de encontrar así el lugar desde donde habló, que es su deseo, la única cosa que nos hace humanos.  Por eso hablar dignifica, devuelve la dignidad al hombre y a la mujer cuando, por el motivo que sea, la han perdido. Perder la dignidad es perder esa única cosa que nos resta de la suma indiferente y de los cálculos de una sociedad consumidora que nos amenaza con convertirnos en objetos, abrumada de números y saldos, por lo general nunca a favor del pueblo.  
Los psicoanalistas sabemos cómo cura el tener, por fin, un lugar donde las palabras se digan, donde “las cosas del mundo vengan a decirse[2]”, aunque sea un mar revuelto, lleno de tierra y excrementos, aunque sea una canción o un cuento que nadie iba a leer, hasta ese día. Por eso Freud enseñaba que la experiencia del análisis es una experiencia de amor. Porque el amor es simplemente efecto de sentido. Y el sentido se hace con palabras, aunque sean arrojadas en una botella. Tiene que ver con esto.





[1] “Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha-entiende.” Jacques Lacan. El Atolondradicho . 1972.
[2] Jacques Lacan. El Seminario, libro 10: Al Angustia. 1963.

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